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jueves, agosto 15, 2013

Grito

Gabi nos había paseado en barco hasta una playa a orillas del Elba a la que llegamos desde el puerto de Hamburgo. El día soleado invitaba al disfrute, a descubrir sitios nuevos a los que nunca hubiéramos llegado como turistas sin anfitrión. Un chiringuito, arena fina, rocas, cervezas y bañistas en una postal perfecta. Con mi refresco me senté a disfrutar un rato de ese mediodía de viernes como un alemán más.

Justo frente a mí, a dos metros de la orilla, una mujer rubia, de pelo corto, a lo Mia Farrow, jugaba a entrelazar hilos en pedruscos con sus dos niños, él de unos diez años, la pequeña de cinco, en pelotillas, a ambos lados.

La niña, con cara de gamberra, se afanaba por las rocas, iba y venía del agua, provocaba al hermano, le comentaba cosas indescifrables para mí a su madre, que seguía con su dolce far niente ensartando piedras sentada en la arena.

Hubo un momento en que la chica se revolvió, salió corriendo y se sentó a unos tres metros por detrás de la madre, justo a mi lado, comenzando a gritar con una intensidad brutal, sin miramientos. Tras el susto inicial y la perplejidad de los paseantes, la niña continuó su recital de gritos insoportables mientras la madre, impávida, continuaba con sus piedrecillas. Ni un solo giro de cabeza para comprobar lo evidente, que su hija estaba liándola. Unos minutos interminables después la niña volvió al redil de los brazos maternos, que ni la acarició ni la besó ni la reprendió. 

Ésa era una escena quizás cumbre de otras vistas durante nuestro inolvidable viaje por el norte de Europa.

Cuánta relación, nos preguntamos en ese momento, puede haber en ese tipo aséptico de educación y la interdependencia generacional. Cuánto no se consiente en el sur de Europa a un hijo, hasta qué punto no se le da su sitio y dejamos convertir las familias en dictaduras de los más jóvenes. No sé dónde está la buena conducta, la más apropiada. Sólo sé que me gustó la gallardía de una madre defendiendo su sitio.

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