Los que
tenemos grabado genéticamente el espíritu competitivo no podemos jugar ni a las palas en la
playa sin contabilizar la puntuación, aunque sea con mi sobrino Iván y luego me
deje ganar. Es jodido para nosotros, a pesar de que nos haga muy valiosos para
llevar a cabo proyectos o seamos carne de empresa al ser medio infantiles a la
hora de ser incentivados con objetivos.
Así que no sé ni siquiera correr por el parque sin mi ‘app’ para llevar el conteo de
los kilómetros recorridos y el ritmo de cada uno de ellos. Tan es así que si
olvido el móvil o se me cierra la aplicación a mitad de recorrido deja de tener
sentido tanto esfuerzo.
Qué
triste.
Cuando
corro por Sevilla siempre comienzo en el mismo punto, justo en la zona del paseo
Juan Carlos I frente a mi casa, entre la pasarela de la Cartuja y el puente de
la Barqueta. El primer kilómetro, a una velocidad de ritmo creciente, se pasa
rápido. Es el segundo el que se hace eterno; en este tramo cambia el tipo de
suelo a mitad de camino, hay gran cantidad de gente, una pequeña rampa matadora, el recorrido
hace una curva bajo el puente del Alamillo, donde suele aparecer una corriente fuerte
de aire, y el final, una vez que te aproximas, no queda señalizado por ningún
elemento el lugar que te haga saber cuándo la maquinita te va a dar por culminado ese
segundo kilómetro.
En
cambio el tercero se abre a lo grande, sin dificultad alguna. No hay obstáculos
en el camino, puentes que atravesar ni rampas, el viento no te hace malas jugadas, hay mucha menos gente corriendo y la meta queda claramente
marcada, desde el inicio, por la pasarela de San Jerónimo que se vislumbra desde el inicio en el horizonte.
Tardo el mismo tiempo en recorrer los dos.
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