No hace mucho entró
alguien de mi equipo en mi despacho y, mirándome a los ojos, me preguntó:
—¿Estás descontento
conmigo?
Yo le respondí, con
sinceridad, que no.
Decía verme distante, reconocía haber fallado en
algún caso y pedía que le reprochase cualquier comportamiento inapropiado. Yo le hice ver mi
satisfacción con él y su trabajo, le recordé las situaciones concretas en que sí le transmití mis dudas y me comprometí a seguir
en esa línea de mutua confianza.
Cuando cerró la
puerta me quedé con una sensación de plenitud, efímera, al pensar que otro mundo sería
posible si los humanos, en nuestras relaciones laborales, familiares, amorosas
o entre amigos nos comportásemos con ese talante limpio, claro y directo; hacer por
saber qué piensa el otro de mí por la vía más directa: una
pregunta sin frases subordinadas ni rodeos.
El mundo giraría
mucho más redondo si, dejando de lado temores infantiles, nos hablásemos de
frente.
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