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lunes, mayo 24, 2010

Nocilla

La muerte de mi abuela materna fue la primera que viví y entendí como natural.

Era muy mayor, aunque no exageradamente, y murió imagino que de vieja. De esas cosas uno no quiere nunca preguntar mucho. Visité con mis hermanos su lecho de muerte poco antes del fallecimiento, en una habitación casi a oscuras, cuidada por sus hijos. No calculo qué edad podría tener yo, precisamente porque es la primera muerte, después de otras más traumáticas, injustas y cercanas, que ocurría porque la vida es así, porque tenía que ocurrir.

No es que mi relación con mi abuela Salud hubiera sido distante, todo lo contrario. Si algún recuerdo comparto con mis hermanos de nuestra infancia está asociado a las noches de los viernes, cuando mis padres se daban un respiro de sus cuatro hijos y nos dejaban con la abuela. Ella nos hacía la cena, casi siempre tortilla de patatas, nos ponía el programa de turno, cuando sólo había VHF y UHF, sin dejarnos escuchar nada porque siempre estaba contando chistes. Ella se moría de risa contándolos y nosotros viéndola a ella reír, sacándose el pañuelo del sujetador y secándose las lágrimas.

No nos dejaba dormir. Nos invitaba siempre a quedarnos a ver las películas de dos rombos, que ella siempre justificaba diciendo que eran de policías. Luego ella quedaba dormida y nosotros, con ojos como platos, nos tragábamos cualquier cosa por la que mi madre le hubiera echado una buena bronca.

Empezada la película, siempre sacaba el TP de debajo de su sofá, y nos leía entero el argumento.

El más remolón para dormir era yo, y recuerdo ver películas de terror (no olvidaré ‘El hombre de los rayos X’) agarrado a sus faldas pidiéndole que la apagara a gritos, y suplicándole dos minutos más tarde que la volviera a poner.

Recordaremos momentos de por vida, como cuando mi tío Jesús Mª nos hizo unos huevos fritos insufribles y yo empecé a decir, con cinco o seis años, que a mi huevo frito le faltaba un tornillo. Más nos reíamos nosotros, más se enfadaba él.

De mi abuela recuerdo los churros por la mañana, cuando descolgaba por la terraza un cesto con el dinero en una bolsa de trapo, para que el churrero lo cargara, o su obsesión por mirar el parte del tiempo, cuando en realidad nunca salía de casa, o su admiración-casi-enamoramiento por Don Carlos, su médico de toda la vida.

Ella vio morir a mi madre, su hija mayor, a May, otro de sus hijos… Había quedado viuda relativamente joven.

No le vi, en cambio, soltar una lágrima por nadie. Ni sentí gran dolor en ella con la muerte de sus hijos; quizás no tenía yo capacidad por entonces para ponerme en su piel, pero algo me hacía pensar que ella era en cierta forma egoísta, que no quería complicaciones. Cuando uno retiene esas sensaciones primitivas, tal vez haya algo de verdad. Tal vez no.

Fue una persona especial, divertida, enclaustrada en su casa, religiosa extrema, siempre con el rosario en la mano.

Ella murió porque tenía que morir, seguro rezando alguna plegaria fue apagándose poco a poco, y a mí me pareció normal, como el día que me enseñó el rosario que le había traído mi tío Jose de Guatemala, hecho de topacio o no sé qué piedra marrón. Ella me dijo, ven, huélelo, mira qué rico, ¿a qué te huele?

A nocilla, contesté.

Esa era mi relación de generaciones tan lejanas con mi abuela Salud: ella rezaba un rosario que a mí me olía a nocilla.

2 comentarios:

nosequé dijo...

Gracias por estos pensamientos tan íntimos que nos has ofrecido.
Mi abuela me enseño a leer. Me leía cuentos.
Cuando me llaman abuela el alma me crece.
Un beso gordo

Bell dijo...

Ya tenias tu hambre cuando empezaste a escribir el post ¿ a que si?
Muy tierno esos recuerdos de la abuela , me has llevado a recordar a la mía y cuando murió, también fue mi primera muerte traumatica de un ser querido.
Eres tu muy tierno, pero insisto ¿te has quedado con hambre?