Ayer enterramos a mi tía Pilar.
Toda una institución en la familia, la hermana mayor de mi padre, mujer religiosa, madre de nueve hijos, llevaba un año diciendo que se quería ir, desde que enviudó de mi tío Luis, un médico militar enjuto y delgadísimo, de tremendo vozarrón, al que yo tenía pánico cuando era un crío.
Quería irse, me decía uno de mis primos, pero no olvidaba una sola cita médica. Siempre pulula el terror a lo desconocido.
Para mi memoria queda su mirada perdida, agarrada a un busto de Cristo, deambulando por el tanatorio el día que enterró a su hijo Juan. No hay mayor dolor para una madre.
Ella creó una familia hermosísima, muy ligada a la medicina y al acompañamiento, muy humana; no pudo dejar mejor herencia, ayer no podía sentirse más amor en su despedida, con tantísimos nietos con los ojos rojos.
Fran, que la trató más en los últimos días de mi padre, tuvo más trato con la familia Mármol Navarro a partir del día en que yo pedí ayuda a mi primo Tete para echar un cable médico a mi suegro.
Empezó entonces a conocer a los hijos de Pilar y quedó maravillado.
—¿Cómo has tardado tanto en presentarme a los Mármol?
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