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domingo, agosto 09, 2015

Bótox

Mis primeras imágenes de Londres son olfativas, el olor a césped, a bosque del aeropuerto de Luton; y el frío al bajar la escalerilla del avión. El viento y la piel clara de la azafata deseándome una feliz estancia.

Allí estaba mi prima Bele para recogerme y llevarme a su casa de doble planta y jardín de un barrio de las afueras. Londres era calles anchas, hileras de adosados victorianos y tiendas de paquistaníes con mucho naranja enredado con el gris del sol inexistente. Londres era juventud, la mía, mezcla de razas, copas en el Soho y alguna que otra droga prohibida en los tejados de la casa de mi prima, enredados en mantas y confidencias duras de asumir. Era discusiones de amor pasional y descubrimiento de la sexualidad, era sentirse hormiga torpe entre multitudes que buscaban cosas que yo no quería.

Era perros corriendo por jardines que no necesitaban árboles; era borrachos peleándose en Leicester Square y pelos teñidos de rosa y violeta; era taxis camuflados de conductores negros y ladrillos rojos helados.

No sé cuántas veces he vuelto desde entonces, no las suficientes como para evitar verme madurar junto con los cambios de esta vieja ciudad irreverente. Sigo viendo los mismos naranjas entre la bruma, y el olor a curry, y los parques interminables de hierba mojada con niños jugando al criquet. La veo retorcerse entre grúas que se mueven en círculos vertiendo hormigón, como una vieja coqueta inyectándose bótox para seguir el ritmo de sus invitados sin que éstos sepan todo de sus cicatrices.

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