Hace unas semanas tuve que organizarme para ir con unos compañeros de trabajo a Casablanca. Había surgido un problema en la fábrica que Renault tiene en las afueras de esa ciudad y consideramos que la mejor forma de solucionarlo era presentarse allí.
Lo preparamos sin mayor dificultad. Un coche de empresa y la reserva de dos hoteles, uno en Casablanca la primera noche y otro en Tánger para hacer escala de vuelta.
Tánger es una ciudad que me apasiona. O que me apasionaba...
Justo cuando entrábamos en el puerto de Tánger les pedí a mis colegas paciencia. 'Esto es Marruecos y aquí los ritmos son otros'.
No había que alterarse si un empleado de las aduanas te pedía una propina por entregarte los papeles al firmar, o que en el espacio cerrado de tránsito del puerto ya hubiera quien te estuviera ofreciendo relojes o pulseras. Les das propinas porque estás vendido y se te quejan.
Mis anteriores veces en Tánger habían sido visitas de unas cuantas horas, organizadas y en grupo. No imaginé lo que suponía que se abriesen las puertas del puerto y nos lanzáramos, como un toro en Sanfermines, a la caótica ciudad de Tánger. Había que encontrar el camino para llegar a la carretera de Rabat y teníamos que hacerlo por instinto. No se respetaban los semáforos, los cedas al paso, no había letreros, la gente se abalanzaba sobre el coche.
Una inversión realizada por mis hermanas en Assilah nos endulzó el viaje. Me habían pedido el favor de acercarme por allí para ver si un dinero que habían entregado para la compra de un apartamento tenían que darlo por perdido o no. Afortunadamente pudimos ver que la promoción sigue construyéndose.
Assilah es un oásis en este país de contrastes. Dimos un paseo agradable, sin presiones ni vendedores siguiéndonos los pasos, nos fotografíamos en la Medina y comimos muy bien en el humilde 'Casa García'.
Pero quedaba Casablanca.
Todas las anotaciones que yo había hecho para visitar, ir de cena, pasear... se me vinieron abajo nada más llegar con la noche ya cerrada. Afortunadamente que existía la Gran Mezquita de Hassan II para guiarnos como faro porque no existe una sola indicación en toda la ciudad. Ya en la autopista entre Rabat y Casablanca comprobamos el poco respeto por las normas de circulación, sobre todo de los peatones, pero la ciudad de Casablanca es el caos absoluto. No hay normas.
Tardamos hora y media en llegar al hotel, donde tuvimos que cenar a deshora porque ya no había tiempo ni nervios para coger de nuevo el coche.
Desorganizada, ruidosa, construida a trozos, la ciudad me decepcionó tanto que me tengo que dar una nueva oportunidad para visitarla. No me gusta no dar segundas oportunidades.
A principios del siglo XX no tenía más de 10.000 habitantes, ahora parece que supera los cinco millones.
Eso lo explica todo.
Me hablan del encanto de Marrakech, de las playas de Agadir, de la sensualidad de Fez, del cosmopolitismo de Tánger.
En Casablanca hay mucha miseria, pero mucha vida también. Parece imposible vivir tan cerca de esa civilización tan distinta a la nuestra.
Al día siguiente solucionamos en la fábrica y pudimos visitar la Gran Mezquita, impresionante.
Impresionante ese derroche en un terreno ganado al mar a menos de doscientos metros de un barrio que se cae a trozos.
Volveré a Casablanca, seguro que me perdí algo.
Siempre hay que dar segundas oportunidades.
2 comentarios:
Reflejas perfectamente lo que siente un viajero que no va unido a un grupo de excursion. Así sé conoce realmente a un país.
Por darle una segunda oportunidad no pierdes nada. Igual te sorprende.
Miguel
Buenas personas hay en todas partes, independientemente de donde hayan nacido.
Evidentemente no es lo mismo ser marroquí que ser francés, a pesar de tu reflexión de hace unas semanas.
Dar una segunda oportunidad es bueno siempre.Supone bondad e inteligencia.
Un saludo desde las antípodas
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