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lunes, diciembre 05, 2016

Emoción

El sentido de la emoción tendría que llevar asociado un potenciómetro, un regulador que permitiera aumentar o disminuir nuestra capacidad de sobrecogernos o inmunizarnos ante determinadas situaciones con que la vida nos regala.

La edad lleva a la repetición y ésta nos priva sutilmente de las sorpresas cotidianas, de forma que cada día que pasa nuestra manera de sentir una puesta de sol es menos entusiasta que la del día anterior; esa rutina vestida de negro que nos confina a un ver pasar el tiempo sin las pulsaciones de otras épocas.

Al no tener libro de instrucciones, ni termostato de emociones, el único método para no dejarnos llevar por el desencanto de lo ya vivido es nuestra inteligencia emocional, saber encontrar los resortes, donde no parece haber sino páramos infinitos del mismo amarillo plano, para enlazar esa plaza con tu infancia, ese olor con tu padre, ese café con el de la primera vez, ese vuelo en avión con aquéllos en que el estómago se revolvía de emoción ante lo desconocido.

La pasividad no es medicina, no, para encontrar la chispa al episodio de cada día. Hay que lucharlo, buscar los ojos, proyectar el futuro, tirar de recuerdos, estirar el alma contra la impavidez a que nos lleva lo ya conocido.

Cada año que pasa somos menos propensos a la sorpresa, más proclives al desencanto de las frustraciones confirmadas, pero también hemos vivido otras experiencias, somos más sabios, hemos aprendido a apreciar lo que es hermoso y no nos hace daño.

La vida no vale con vivirla, hay que pensarla, retorcerla, airearla, recolocarla de perfil, taparle sus agujeros, darle capas de pintura, desobedecerla incluso, arriesgarla a veces, para entenderla, y disfrutarla así, cada día.

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