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viernes, noviembre 28, 2014

Veinte

Un anuncio en El País, varios tests psicológicos, entrevistas en grupo e individuales llevaron a que un día recibiese una llamada telefónica en casa de mi padre en la que me confirmaban que Renault había decidido contratarme. Sin experiencia previa, recién entregado el proyecto fin de carrera y con la mili, sí, la mili aún calentita en el recuerdo inmediato.

Si hay escenas que uno recuerda en la vida, una de las mías es el abrazo de mi padre cuando colgué el teléfono y le confirmé que me habían elegido.

Fue un 28 de noviembre de hace 20 años cuando me planté en la fábrica de San Jerónimo, para pasar el reconocimiento médico, firmar el contrato, conocer a mi jerarquía y visitar las instalaciones que se convertirían en uno de los espacios por dónde mejor me desenvuelvo de toda la ciudad.

Un lugar de grandes naves de ladrillo visto que huele a aceites y taladrina en su interior, que suena a cientos de movimientos metálicos sincronizados, donde día y noche se baten generaciones de sevillanos por dar lo mejor de sí para sacar unas cajas de cambio impecables en calidad y precio que garanticen para siempre que esas líneas de producción continúen dando giro a sus cadenas.

Aprendí el oficio de mantenimiento en turnos de mañana, tarde y noche, con su dosis de aguante de presión y de capacidad de aplicar la lógica para resolver problemas; aprendí de la humildad del operario de base que se ofrece a enseñar a un joven ingeniero del que intuye que en un futuro seguramente se olvidará de él. Fui, año tras año, pasando por todos los rincones de esos inmensos talleres donde más de un millar de personas se afanan en garantizar que se cumple el montaje cada día.

La fábrica me permitió hacerme libre, crecer como persona y sentirme orgulloso de levantarme cada día con un sentido impagable de utilidad a la sociedad.

Tras un paso, cada vez más lejano, por las entrañas de los centros de decisión parisinos de la empresa, son ya casi diez los años que llevo ocupándome en mayor o menor grado de animar a los equipos para que la calidad de nuestra producción siga siendo irreprochable, para que las generaciones que quedan por venir sigan teniendo la oportunidad de recibir llamadas que les confirmen que entran en un territorio de olores a aceite y ruidos sincronizados que se ofrece como oasis en una ciudad ávida de lugares de producción masiva, eficientes en sus resultados, punteros en su tecnología y ejemplares en su trato al empleado.

El tiempo puso en valor el abrazo imborrable de mi padre.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me gusta tu capacidad de simplificar y a la vez describir con sentimiento y realismo esta etapa de tu vida y de nuestra factoría.



Pepe