Quien trabaja en la empresa privada sabe que toda su estrategia está enfocada a conseguir unos objetivos medibles en euros. Estos se despliegan, se comparten, se veneran y, a partir de una racionalización de las mejores prácticas posibles para conseguirlos, se lucha por triunfar.
Es difícil no compartir la necesidad de esas estrategias para que la empresa sea solvente, pueda mantenerse en el mercado y, de esa forma, garantice el empleo que, no siendo un objetivo en sí, es la base para conseguir una sociedad sana, en que las personas puedan vivir con dignidad.
La empresa es la bestia que hay que alimentar, mimar, para que nos proteja de los avatares de una vida que, sin ese monstruo en busca de metas onerosas, sería desoladora.
Hay muchas personas que tratan de plantear sus vidas personales con la misma racionalidad que una empresa. Marcarse objetivos, definir estrategias.
El problema es que la meta final de nuestras vidas siempre es una derrota. Si aceptamos que toda la lucha e ilusiones acaban indefectiblemente en la muerte, toda estructuración pierde sentido.
La racionalidad, por tanto, es incompatible en un alto grado con los planteamientos de progreso personal; toparíamos con la más alta de las frustraciones.
Las personas más cuadriculadas en sus hábitos, en sus consignas y autoexigencias, las que tratan de llevarlo todo al terreno de lo estrictamente conveniente, son las más alejadas del terreno de aguas movedizas en que se regodea eso que llamamos felicidad.
Frente a la racionalidad, locura, mano izquierda, bases flexibles, mente abierta, risa tonta, ojos directos de miradas sinceras de comprensión hacia lo extraño.
No podemos exigirnos objetivos absolutos, los rendimientos no se pueden valorar en términos de rentabilidad.
La estrategia en sí es el objetivo cuando se trata de vivir.
A una empresa le importan los fines, a un ser vivo decente le importan los medios.
Cuando se asume que no hay donde llegar ni consejo de administración a quien rendir cuentas, uno entiende el acierto de la locura.
Rematadamente locos para saber vivir.
1 comentario:
Estoy contigo, Salvador, en que para la empresa privada los trabajadores son solo números y lo que importa es la capacidad de producción y el beneficio final, pero tú crees ¿que la muerte es una derrota?
Yo creo que en esta sociedad, española, europea u occidental, como queramos llamarla se tiende a dramatizar la muerte. Pocas veces pensamos que puede ser un paso hacia... otra vida, otro lugar,... no lo sé.
Pero para mi la muerte no es una derrota cuando acaba un ciclo de vida. Si es una derrota -no estoy muy conforme con este conceto, pero lo acepto- cuando el destino corta la vida de imprevisto. Hay si que hay una trágedia.
De todas forma, esto es lo bueno. Poder intercambiar impresiones.
Un abrazo
Miguel
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