Con dieciocho años ya andaba con mi tarjeta inter-rail dando tumbos por Europa, llegando al norte de Suecia, conociendo el muro de Berlín, fumando mis primeros pitillos en los cafés de Amsterdam.
Al acabar la carrera, mi amigo Quino se fue con una beca a una ciudad de tamaño medio cerca de Sao Paulo, Guarantiguetá. Aún recuerdo el contenido de una carta que me envió desde allí. ‘No imaginas, Salva, lo grande que es el mundo, la de gente que hay por aquí’.
En el 2001 fui por primera vez a Japón. Recuerdo que anochecía cuando el tren-bala hizo su entrada en la ciudad de Nagoya, donde íbamos a trabajar durante quince días. El tren apenas frena cuando entra en la ciudad. A una velocidad endiablada serpenteó entre bloques de apartamentos donde familias japonesas se dejaban ver a través de fachadas de cristal. Eran ventanas y ventanas iluminadas, que se sucedían sin respiro mientras yo apoyaba mi cabeza sobre el cristal del tren-bala. Se adivinaba gente, mucha gente, muchas vidas, mucha vida.
Cuando en mi primer viaje por Europa llegué a Copenhague, mi reflexión paseando en busca del camping de la ciudad era que, a fin de cuentas, el suelo estaba bajo mis pies, el cielo arriba y la gente era más rubia, más alta, pero hablaban por la boca y caminaban como el resto de los humanos.
Circunstancias laborales me hicieron vivir tres meses en Torreón, al norte de México. Hasta en dos ocasiones fui mil quinientos kilómetros más al sur para encontrarme en el D.F. Unos chavales que no subían dos palmos me persiguieron amenazándome con matarme en un Paseo de la Independencia concurridísimo.
Descubrir los básicos del ser humano en un tren, en un camping lejano, en una fábrica en Japón, en una carta desde Brasil, en un atraco en México.
Plantearse la inconsistencia y la fuerza de la naturaleza humana, el sinsentido de la vida que tanto amamos, la contradicción de ser tantos y a la vez tan frágiles.
Mientras duermo, muchas noches aparece ese joven que apoyaba su cabeza sobre la ventanilla de un tren-bala que abría en canal los hogares iluminados de las calles de Nagoya.
1 comentario:
Ver el mundo te abre los ojos, tanto para ver las diferencias como las similitudes, pero ciertamente nuestro corazón es el mismo, reimos ante algo gracioso, sufrimos cuando alguien nos hace daño y temblamos cuando esa persona especial nos besa. Como decía tu amigo, el mundo es enorme, pero lo es mucho mas si sabemos mirar dentro de nosotros.
Curro
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