Vivimos un período de elecciones en que se nos bombardea por los diferentes medios, periodísticos y publicitarios, con mensajes políticos.
Es difícil no sentirse algo estafados por esa sucesión de promesas vagas en una carrera feroz por el quién da más.
Todos nos sentimos de alguna manera más cercanos a algún líder o espectro político, aunque sea difícil encontrar aquél que colme nuestras aspiraciones.
La política es difícil, tener en cuenta todos los factores que confluyen en la dinámica de una sociedad y construir un mensaje creíble, factible y sano no es cosa fácil; pero hay que reivindicar la política como necesaria y a los políticos como personas válidas. Un buen político, en esencia, es o debe ser una persona implicada, comprometida y generosa. Debe serlo porque está poniendo muy alto en su escala de valores el bien público. Salvando excepciones, la gran mayoría de los políticos luchan por ideales en los que ellos consideran que se deben sustentar las reglas para hacer de la nuestra una sociedad más justa.
En esta situación hay algo que me molesta especialmente y de lo que todos alguna vez hemos pecado: dar por supuesta la afinidad política en el otro. Ridiculizar a Zapatero, a Rajoy o a Llamazares, a los de derechas o a los de izquierda, a los nacionalistas o a los que no lo son, cuando estamos en reuniones de amigos, compañeros de trabajo o simplemente conocidos, en las que no necesariamente sabemos cómo respira el otro.
Creo que no nos debemos permitir el anatemizar a ningún líder político en público por respeto a quien puede no compartir esa opinión. Salvando el reducido círculo de las personas más íntimamente unidas a nosotros, dar por supuesto en el otro determinadas afinidades políticas es un gran error.
La verdadera democracia es poder opinar teniendo en cuenta siempre que quien se toma el café o la cerveza con nosotros tiene tanto derecho como tú a creer que la suya es la mejor opción política.
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