Tomé un taxi para pocos kilómetros en el Algarve y, en cuanto me senté, me enamoró la música que sonaba.
Tenía la oportunidad de preguntar si era una cantante brasileña o quedarme callado.
De haber estado en silencio, el tipo, un emigrante de Sao Paulo, no me habría contado que quien cantaba había tenido una vida dramática que trasvasaba a sus canciones.
—Hazle una foto a la pantalla del coche —insistió.
De no haberme interesado no habría escuchado la historia de Marilia Mendonça, ni la de Cassia Eller, otra cantante desgarradora.
Si no hubiese preguntado no habría visto la emoción nostálgica en sus ojos a través del retrovisor.
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