Me encantan, o me desesperan, los ruidos caseros y las voces por el patio.
Esa sensación de que el tiempo no pasa, de la pura cotidianidad a través de nuestras ventanas. Las llamadas para cenar, los olores a puchero, los cotilleos con gritos en voz baja, los Cuarenta Principales.
Me gusta sentirlo en los días tontos, en aquéllos que vienen de vez en cuando y te hacen sentir descolocado, tardes en que te permites tirarte en el sofá, apagar la tele y dejar que la luz se vaya yendo hasta quedar la casa a oscuras. Es entonces cuando alguien vocea que ya ha puesto las patatas a freír y ese grito te ancla a la realidad de las cosas, se te agarra a ti para traerte a lo orgánico, al presente.
El movimiento de cacerolas, el ruido de las cadenas de una bici bajando por la escalera, las sábanas tendidas que ves desde la ventana.
A veces entra un escalofrío, cuando uno de esas voces te recuerda a la de tu madre, o el olor a uno de los potajes. Días en que quisieras que esas papas fritas de freidora fueran para ti, que la mesa se llenara de gente y el telediario sonase a todo volumen sin hacerle nadie caso.
Cierras las ventanas, entonces, y vuelves a ser tú.
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