Acabo de volver de unos de mis sempiternos viajes a Francia. Sea por trabajo (y placer) o por darle simple gusto al cuerpo, reencontrarme con este país me resulta en cada ocasión enriquecedor.
En mis principios más consolidados está el no dar valor a las fronteras en tanto que divisoras de seres humanos. Por muy naif que suene, las banderas, los territorios… no pueden ser más que anécdotas en lo que respecta a la esencia del ser humano.
Todo esto no quita para reconocer lo que supone caracterizar a un pueblo en función de su historia, de su lengua, de particularidades culturales, de comportamiento.
Francia para mí supone conversación en cenas largas, implica poner en duda todo. Francia es un merci, un desolé, un s’il vous plaît y un pardon. Es educación y elegancia. Es la declaración de los derechos del hombre, son casas con grandes muros de piedra y áticos de pizarra. Es Marie Curie y Pasteur, es la Revolución y el fin de privilegios aristocráticos sin sentido. Es cine de autor, es Flaubert y Maupassant, es Voltaire y Rousseau. Son paisajes en verde y dolor por guerras destructoras construyéndose a sí misma en el corazón de Europa.
A Francia entré con dieciocho años haciendo interrail, sorprendido por la majestuosidad del Garona atravesando Burdeos. Recuerdo una señora mayor dando de comer a un caniche en la mesa de un restaurante.
París fue el gran impacto. Soñaba, siendo un adolescente, poder tener la oportunidad en el futuro de vivir mi madurez en esa ciudad en que se respiraba belleza en cada rincón. La vida es tan azarosa (o no) que me dio la oportunidad quince años más tarde. De París me quedo con los jardines de Luxemburgo las mañanas de los domingos, los cafés de Saint-Germain, las creperies de la rue Mouffetard, los mercados al aire libre en Bastilla, las copas por Oberkampf, los paseos con un libro por el cementerio de Pere Lachaise, la vida cultural de Montparnasse, el metro de Abesses, la place des Vosges de Víctor Hugo, el rompedor Beaubourg y su monumento a la maceta, el Louvre de los egipcios, de las grandes pinturas francesas, de los Murillos sevillanos.
El trabajo me hizo pasar muchas noches durmiendo junto a la imponente catedral de Rouen; con las visitas de amigos pude conocer Honfleur, en la costa normanda, o viví noches de amor en el Mont-Saint-Michel. Los fines de semana me permitieron visitar con calma la catedral de Chartres, primer esbozo universitario en época medieval. El Estrasburgo peatonal y su gran museo de arte contemporáneo, la gran Place del Capitole de la ville rose de Toulouse, las universitarias Caen y Valenciennes, la bulliciosa Lille, las soberbias catedrales de Amiens y Orleans, la vieja ciudad de Limoges, la frívola Niza, los coquetos castillos del Loira rodeando a Blois y su castillo de Francisco I.
Como español tengo necesariamente prejuicios heredados. Ellos nos invadieron, ellos nos desprecian, tiraron la fruta de nuestros camiones en los años ochenta, son soberbios, son distantes, no se lavan, se manifiestan contra todo y contra todos…
Como ciudadano del mundo tengo muchos menos monstruos en la cabeza y sé apreciar la grandeza de una Francia protagonista indiscutible en el devenir del hombre hacia un futuro cimentado en la cultura, en el respeto al otro, en el saber escuchar.
Vive la France!
En mis principios más consolidados está el no dar valor a las fronteras en tanto que divisoras de seres humanos. Por muy naif que suene, las banderas, los territorios… no pueden ser más que anécdotas en lo que respecta a la esencia del ser humano.
Todo esto no quita para reconocer lo que supone caracterizar a un pueblo en función de su historia, de su lengua, de particularidades culturales, de comportamiento.
Francia para mí supone conversación en cenas largas, implica poner en duda todo. Francia es un merci, un desolé, un s’il vous plaît y un pardon. Es educación y elegancia. Es la declaración de los derechos del hombre, son casas con grandes muros de piedra y áticos de pizarra. Es Marie Curie y Pasteur, es la Revolución y el fin de privilegios aristocráticos sin sentido. Es cine de autor, es Flaubert y Maupassant, es Voltaire y Rousseau. Son paisajes en verde y dolor por guerras destructoras construyéndose a sí misma en el corazón de Europa.
A Francia entré con dieciocho años haciendo interrail, sorprendido por la majestuosidad del Garona atravesando Burdeos. Recuerdo una señora mayor dando de comer a un caniche en la mesa de un restaurante.
París fue el gran impacto. Soñaba, siendo un adolescente, poder tener la oportunidad en el futuro de vivir mi madurez en esa ciudad en que se respiraba belleza en cada rincón. La vida es tan azarosa (o no) que me dio la oportunidad quince años más tarde. De París me quedo con los jardines de Luxemburgo las mañanas de los domingos, los cafés de Saint-Germain, las creperies de la rue Mouffetard, los mercados al aire libre en Bastilla, las copas por Oberkampf, los paseos con un libro por el cementerio de Pere Lachaise, la vida cultural de Montparnasse, el metro de Abesses, la place des Vosges de Víctor Hugo, el rompedor Beaubourg y su monumento a la maceta, el Louvre de los egipcios, de las grandes pinturas francesas, de los Murillos sevillanos.
El trabajo me hizo pasar muchas noches durmiendo junto a la imponente catedral de Rouen; con las visitas de amigos pude conocer Honfleur, en la costa normanda, o viví noches de amor en el Mont-Saint-Michel. Los fines de semana me permitieron visitar con calma la catedral de Chartres, primer esbozo universitario en época medieval. El Estrasburgo peatonal y su gran museo de arte contemporáneo, la gran Place del Capitole de la ville rose de Toulouse, las universitarias Caen y Valenciennes, la bulliciosa Lille, las soberbias catedrales de Amiens y Orleans, la vieja ciudad de Limoges, la frívola Niza, los coquetos castillos del Loira rodeando a Blois y su castillo de Francisco I.
Como español tengo necesariamente prejuicios heredados. Ellos nos invadieron, ellos nos desprecian, tiraron la fruta de nuestros camiones en los años ochenta, son soberbios, son distantes, no se lavan, se manifiestan contra todo y contra todos…
Como ciudadano del mundo tengo muchos menos monstruos en la cabeza y sé apreciar la grandeza de una Francia protagonista indiscutible en el devenir del hombre hacia un futuro cimentado en la cultura, en el respeto al otro, en el saber escuchar.
Vive la France!
3 comentarios:
Dese pequeño siempre he soñado con vivir en París, como tu dices "respirar esa belleza". Quien sabe si alguna vez viviré alli. Yo no tengo perjuicios sobre los franceses, cuando visité parís, solo me fijé en el elegante muchacho de camiseta de rayas comprando el pan, en lo chic de las grandes casas de moda, en su magnifica arquitectura y esa maravilla de Louvre. Todavía sigo soñando con dibujar mis proyectos desde un ático con vistas al Sena.
Hya que olvidarse de froteras, perjuicios y dedicarnos a ver todo lo maravilloso que nos rodea.
Tampoco estaría mal un loft en el SOHO de NY.
Curro.
¡París!. Sólo conozco esa ciudad, pero también me embargó su famosa luz, sus grandes avenidas, sus fastuosos edificios, su historia….todo.
Una semana, pateando y en metro.
Y sentí esa ciudad y vi, pero mi mirada siempre se empeña en ver más allá de mis cristales color rosa.
Sentada en el patio Marly del Louvre (lo bautice como patio de los naranjos), agotada como estaba, pensé en los egipcios, en los argelinos, en los polacos, en todos aquellos con su historia que han hecho también París.
Marie Curie, o mejor en Marja Skłodowska. La Sorbona le dio la oportunidad de llegar a ser premio Nobel. Pasó mucha hambre hasta llegar allí, pero llegó.
Si a José Bonaparte, le hubieran dejado hacer un poquito más, tendríamos Madrid y el resto de grandes ciudades como París, calles que serian grandes avenidas. Pero hubiéramos perdido el sabor de nuestras callejuelas y de nuestros rincones de tapeo.
Conquistamos el mundo, pero nos dio por arrejuntarnos que es mucho más divertido, ellos colonizaron.
¡Viva mi pueblo, el tuyo y los otros!
Envidio tu época vivida en París, y los sempiternos viajes :-)
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