Hace unos meses, jugando en la orilla de la playa con mi sobrino Iván, traté de explicarle (teniendo en cuenta sus cinco años) por qué había arena mojada donde estábamos y ya no llegaban las olas allí.
Le pinté la tierra y la luna con una concha y traté de razonarle el efecto que ésta ejerce sobre la tierra, la atracción de la masa de agua que provocan las mareas. Intenté explicarle con palabras sencillas la inmensidad del mar, como si fuera un gran recipiente de líquido en que la masa va basculando, dominado por una fuerza que desde lejos ejerce una gran bola blanca de cristal.
Él me miró con ojos bien abiertos y me dijo que el abuelo le había explicado otra cosa, que lo que realmente ocurría es que había un señor gigante en una isla, que todos los días buceaba hasta el fondo del mar y le retiraba un gran tapón para limpiar el agua. Luego traía grandes botellas y lo iba llenando de nuevo con agua limpia.
Su abuelo es mi padre y a mí me entró la risa de pensar en las historias inverosímiles que le cuenta al enano para explicarle cosas complejas.
Sigo pensando que a un niño es mejor explicarle las cosas lo más parecidas a como son. Cuando te preguntan de la barriga de una embarazada, de cómo andan los coches, de por dónde vienen las imágenes de la tele, de por qué hablan tan raro los franceses.
En cambio sé que mi padre, el abuelo de Iván, me ha educado de forma impecable. Sé que tuve una infancia feliz y al día de hoy no me caigo de un guindo. Sé ir por la vida con la mente abierta y sin complejos.
Tal vez la clave no sea el qué se cuenta, sino cómo se cuenta. Percibir el cariño y la atención mesurada, que se te escucha y se te responde aunque tengas cinco años.
No sé si tendré alguna vez un niño (Iván es lo más cercano), pero siempre trataré de responder a la curiosidad insaciable de quien quiere comprender cómo el ratón Pérez hace para dejarle caramelos debajo de la almohada (ahora que está mellado).
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