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sábado, octubre 06, 2018

Auriculares

Nuria nos insistió en que le diéramos una segunda oportunidad y así lo hicimos.

Su ambiente cosmopolita, el árbol en la barra de cócteles y las distintos niveles ya nos habían conquistado con su estética. Fallaba la comida.

A mí me resultaba difícil desconectarlo de las citas con mi antiguo editor, cuando la certeza de publicar en plan profesional definían un terreno de juego inesperado para mí. Allí, donde no existía aún el árbol de la coctelería, me citaba con contratos y su chupito de whisky, entre narraciones de su grandioso pasado en Barcelona.

Tardaron una infinidad en ponernos una cerveza.

Rodeados de una clientela heterogénea, bien vestida, madura y poco ruidosa, investigamos la carta sin muchas posibilidades de aclarar dudas con camareros que corrían, literalmente, recibiendo órdenes en sus auriculares. El de la cerveza no era el de la carta, el de la carta no era el de los vinos, a quien solicitábamos nos respondía con una sonrisa de no ser él la persona apropiada.

Nos explicaron el ceviche de gambón tan a la carrera que apenas comprendí qué comíamos. La presa, rica pero fría de esperas no sincronizadas, me hizo ver que la copa de vino se terminaba. ¿Quién era el del vino?

Por fin alguien me hizo caso, pero me llenaron la copa con el plato ya vacío de carne.

Voy a escribirles, porque sé que de Nuria nos volverá a convencer y para entonces quiero un micrófono de corbata para poder ir orientándolos acerca de mis necesidades de sentirme escuchado cuando me siento a cenar en un sitio tan guay. Se darán cuenta de que soy un cliente sibarita pero educado y les explicaré, entre plato y plato, que la gente no quiere carreras, sino cariño. Que con una sonrisa y dos guiños uno se toma una presa fría sin vino tinto. E incluso repite.

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