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viernes, enero 05, 2018

Orejitas

Soy consciente de mi amplio sentido del ridículo, quizás alimentado desde la niñez por mi padre, especialmente reacio a disfraces, desnudos y payasadas; algo que contrastaba con su carácter abierto y alegre. Que el pudor sea algo común a sus hijos debe implicar que nos inculcó esa suerte de recato en lo más interno de nuestro subconsciente.

Si a eso le añadimos, en mi caso, lo poco dado que soy a la frivolidad, se conjura en mí la receta perfecta para mantenerme totalmente ajeno a personajes, programas y tendencias que abundan en el recurso al esperpento.

Ser así no implica querer serlo, porque los miedos al ridículo seguro que están cargados de prejuicios y la crítica interiorizada a quien no tiene vergüenza puede que implique cierta envidia por tener tantos fantasmas en la cabeza.

Una vez en mi vida decidí ir a una fiesta de disfraces, temática para más inri. La fiesta del terror. Hace más de diez años. Como sólo consiguieron convencerme en el último minuto, no había disfraz para mí. Fran se acercó a Pichardo antes de que me arrepintiese y se hizo con el traje de 'la muerte eterna'. Le costó diez euros e implicaba un kit de maquillaje. Cara blanca con trazos rojos.

Hice por liquidar todas las fotos de esa noche en las que yo aparecía, porque me lo pasé tremendamente bien hasta que me vi retratado. Entre todos los monstruos aparecía Sara Montiel. Y ese ser pálido de túnica negra no era ella, sino yo.

Ahora veo en las redes sociales a la gente poniéndose orejitas y narices de chimpancé, o de cerditos. Y sigo sin entender la gracia. Aparto las imágenes rápido con cierto sonrojo ajeno, intentando olvidar quiénes son para no grabarme estampas que no quiero retener.

Hasta que el otro día abrí Instagram y apareció mi sobrino Iván con las orejas y la nariz de lo que debía ser un conejo.

¿De dónde ha salido este niño?


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