Hace una tarde primaveral en un Amiens otoñal. No me une a esta ciudad otra lazo que la magia de su belleza. Camino del aeropuerto, de vuelta a casa, desvío mi camino para volver a pasearme su catedral, de altura impensable siglos atrás.
Dejo atrás un seminario entre colegas venidos de los cuatro rincones del globo, con el regusto que deja trabajar, pasear o cenar con japoneses, rusos, iraníes, brasileños, turcos, alemanes y portugueses, negros y blancos, buceando en las restricciones de otros idiomas para comunicarnos.
Me hablaban anoche de un gran jefe, una persona brillante, jubilada hace pocos meses. La invitaron a un encuentro entre antiguos ejecutivos de la empresa en una fábrica del norte de Francia.
-Sólo hablaba de champiñones, Salvador -me confesaba alguien que asistió a ese encuentro.
Sí, el gran y admirado gran jefe, sólo hablaba de champiñones. Los dibujaba, les explicaba dónde cogerlos, las mejores épocas...
-Ya sabes, pertenecía al grupo de los hiperventilados.
Sí, de esos que disfrutan tanto de su trabajo que no saben hablar de otra cosa, que plantean sus ilusiones paralelas a las de la empresa.
-A dos días de jubilarse, trataba de convencernos de cómo aplicar las nuevas políticas de mantenimiento preventivo.
Y los dos días pasaron. Ahora sólo habla de champiñones.
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