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sábado, febrero 08, 2020

Divorcio

Esta semana un amigo mío ha firmado la sentencia de su divorcio. Lo hizo meses después de que éste se produjera y con petición previa de no coincidir con su pareja. Fue, según me cuenta, un trámite frío y sencillo.

-¿Qué esperabas? ¿Un séquito de plañideras?' -le comenté en tono de broma.

Curioso como es él, preguntó acerca de la tardanza de la firma y le dieron explicaciones variopintas, pero la más sólida era puramente gráfica.

-¿Ves esta enorme pila de documentos? -hablamos de medio metro de altura-. Pues son las sentencias de divorcio que se van a firmar solamente hoy en la ciudad de Sevilla.

Cuando me lo contaba sentí, con mi espíritu novelero de siempre, dos emociones contrapuestas: qué desastres somos los humanos y qué libres nos ha hecho la ley del divorcio.

No hay que retrotraerse mucho en el tiempo para asumir que esas pilas de papeles liberadoras no sólo no existían, sino que estaban prohibidas; se taponaba todo con el falso cierre de no querer admitir eso, que los humanos tenemos derecho a equivocarnos. En el tapón iban vidas perdidas para siempre, relaciones muertas, abusos, hipocresía.

Hoy en España hay quienes se dejan llevar por cantos de políticos que quieren volver a esos tiempos del 'no pasa nada'. Políticos que piden educar en el desconocimiento de la realidad de hombres y mujeres de carne y hueso, objetivamente imperfecta, para plantear que no es de buen español fracasar, ni ser diferente, ni querer llevar la mejor vida posible.


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