De mí se ríen, con cariño, porque me gusta visitar iglesias.
Yo me defiendo con el argumento de que las principales riquezas arquitectónicas
de las ciudades históricas pasan por los monumentos religiosos. No sólo no soy
un meapilas, ni tan siquiera soy creyente, pero reconozco la sensación enorme
de paz interior que me produce la belleza de determinadas iglesias. Me apasionan
la simetría, el acabado, los relieves, el silencio, las alturas, los olores,
las vidrieras, los significados ocultos y sus leyendas. No recuerdo en mis
últimas semanas algo más fascinante que el tiempo pasado en el interior de la
catedral de León.
Con ese espíritu llego a toda ciudad conocida, o por conocer, y con él llegué a la aislada ciudad de Braganza, escondida entre montañas en un
terreno fronterizo de nadie al norte de Portugal. Capital de la región de Tras-os-montes. El nombre lo dice todo. Las calles estaban inmersas
en una niebla de película de terror y la temperatura rozaba la de un
congelador. En circunstancias así hay un argumento de más, lo calentitas que
son las iglesias.
Tras visitar la antigua Seo, caminamos sin rumbo entre sus
calles empinadas a la búsqueda del castillo, cuando dimos de bruces con un
templo minúsculo guardando la esquina de una callejuela. La puerta estaba
cerrada, pero vi a una mujer entrar, y la seguí. Si la iglesia era chica por
fuera, más lo era por dentro. De pronto, vi que todo el mundo me miraba. Todo
el mundo era un puñado de ancianas sentadas en círculo alrededor de lo que parecía una pila bautismal. Olía a incienso.
Hice que no me di cuenta de la severidad con la que me observaban, caminé con sigilo y, definitivamente, di marcha
atrás, sin descifrar qué pasaba allí.
Cuando me giré hacia la puerta vi a Fran con la cara desencajada.
-¿No has visto el muerto?
-¿Qué muerto? -pregunté.
-Te has paseado alrededor del cadáver de un viejo, envuelto en
plástico, con medio cuerpo al aire.
-Joder -se me cortó el cuerpo y, sin mirar atrás, empujé a Fran para salir cuanto ante s de allí.
-Estaba en medio de todas las señoras con las que te has cruzado, tendido sobre una mesa de mármol -creí ver el plástico esparcido en mi memoria inmediata.
A veces me pasa eso, que me meto de lleno en determinados
sitios con ganas de observarlo todo, y no veo ni siquiera al muerto.
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